El 4 de julio de 1845, Henry David Thoreau se mudó a una pequeña casa en la laguna de Walden, con la idea de vivir dos años de vida sencilla. Con lo que él no contó fue que su decisión, lejos de ser arbitraria, dictaminó su encuentro con la trascendencia, donde la propia naturaleza se unió a su existencia y le recordó que él estaba en todo y hacia parte del todo también, mostrándole un conocimiento infinito del que se nutrió y que luego transmitió en su maravilloso libro Walden.
Lo realmente interesante de esta historia de vida, fue que Thoreau vivió esa experiencia sin acudir a textos sagrados, ideas dogmáticas o religión alguna. En esencia y sin pretenderlo, su camino fue el encuentro con lo místico, que en definitiva es un estado de armonía. Lo que no entendió Thoreau es que para ese momento, su mirada estaba ya irrefrenablemente puesta en lo sagrado porque todo su ser adoptó la contemplación como modo de vida.
La contemplación que es la meditación del alma, propicia el entendimiento de la existencia, del ser en conexión con lo divino, para lograr comprender que somos parte de la creación universal con un fin en la tierra que tiene que ver con ese don que nos hace únicos.
Con la contemplación se busca la trascendencia, se descubre el valor fundamental de ir más allá, de dejar huella, pero también de ser y estar en un presente eterno, con la capacidad de asombrarse cada día con cada experiencias de vida y con la plenitud de lo que somos.
Santo Tomás, decía que en la contemplación se recibe o se experimenta de algún modo a Dios. Ricardo de San Vítor hablaba que la contemplación es un acto del espíritu que penetra libremente en las maravillas que el Señor ha esparcido en los mundos visibles e invisibles y que permanece suspendido en la admiración. Para Pablo de Ors es el encuentro con Dios, el huésped del alma. Yo me uno a las palabras de Pablo. En realidad, la finalidad de la contemplación es experimentar la manifestación de Dios y su universo en nuestra realidad, o mejor, percibir cómo Dios nos experimenta y habla, en particular cuando meditamos en su palabra.
Pero más allá de ello, con la contemplación trabajamos el espíritu para que con la iluminación, soltemos la tensión, el miedo, y con el perdón, logremos un estado profundo de amor, para ser le mejor versión de nosotros mismos. Junto a Thoreau entendemos que la contemplación tiene una sola causa, volver una experiencia, el encuentro entre lo infinito y lo transitorio, como el camino de vivir en coherencia con nuestro propósito de vida y la misión que Dios nos entrega. Con la contemplación encontramos la voz de Dios.
Thoreau vivió dos años en contemplación, y reconoció su existencia en cada gota de agua, en una hoja, en cada insecto, en cada despuntar del día, y como ninguno, conoció lo que era trascender.
María Reina, con la colaboración de Carlos Arguello
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